Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación (S. Mateo 5:4).
Llorar, ¿es cobardía? ¿Escape? ¿Un signo de debilidad? ¿Por qué lloramos? ¿Hay llanto que sirva para algo?
“¿Quién dijo que sea cobardía llorar cuando hay motivo sobrado para ello?” La pregunta del escritor Fermín Mugueta aludía al llanto de un hombre, un vietnamita fugitivo que, con la mochila a las espaldas y los hombres vencidos, procuraba marchar hacia adelante aunque sentía que caminaba para atrás. No, llorar no es cobardía. Al menos, no lo es siempre. Hay lágrimas cuyos motivos son legítimos, y las hay también de las otras. Por fuera todas se parecen, pero por dentro no. A menudo, en nuestro egoísmo y en nuestro afán de vernos buenos, adjudicamos a nuestras lágrimas los motivos mejores, y reservamos los otros para las lágrimas ajenas.
Jesús dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (S. Mateo 5:4). Pero ¿incluye su promesa a todos lo que lloran? Según Carlos Allen –autor del libro La psiquiatría de Dios– Cristo, al decir esto, no tenía en mente “al pesimista que constantemente está esperando que suceda algo malo, ni al egoísta cuyas ambiciones se han frustrado, ni a la persona amargada y rebelde por haber perdido alguna cosa”. Él se refería a aquellos que lloran porque reconocen que han ofendido a Dios o a una persona, y sufren por el daño que han causado. Nosotros, a veces confundimos este llanto. Creemos estar arrepentidos de haber procedido mal, pero lo que nos duele en realidad no es eso, sino el temor a las consecuencias que nos acarreará nuestra conducta. Tal fue la clase de arrepentimiento que condujo a Judas al suicidio. Produjo angustia y miedo, pero no esperanza ni liberación.
El arrepentimiento verdadero fue el que movió a Pedro a llorar después de haber negado a Cristo, sin negarlo después de haber llorado. Fue el suyo un dolor constructivo, esperanzado. Pedro, en vez de ahorcarse, decidió reparar su daño, entregarse a Jesús de todo corazón, y vivir para él el resto de su vida. Este es el tipo de arrepentimiento que produce paz y alegría. Sus lágrimas –como dijera Elena White-- son “las gotas de lluvia que preceden al brillo del sol de la santidad. Esta tristeza es precursora de un gozo que será una fuente viva en el alma” (El Deseado de todas las gentes, pág. 268).
¿Hemos probado esta “medicina”?
La voz.org MHP
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